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Confianza en Dios en tiempos de COVID-19

By 12 de mayo de 2020agosto 1st, 2020No Comments

Cuando se nos muere un ser querido sentimos que el mundo se nos viene encima. Sentimos que desfallecemos y que no sabemos qué vamos a hacer ni qué será de nuestro futuro. Hace ocho años mi mamá murió, yo tenía quince años y mi hermanita, dos. Sentía que se venía mi mundo abajo y que todos mis planes a futuro tendrían que ser desechados por la nueva responsabilidad que tenía que asumir. Me tocó vivir con mi abuela, quien desde entonces se encargó de nosotros aun cuando tuviera yo a mi padre (quien siempre estuvo pendiente de mí, al igual que su esposa).

Sabemos que el SARS-CoV-2 tiene una letalidad que parece baja, pero que puede ser más letal en casos donde las personas tengan condiciones previas de enfermedades crónicas (¿realmente importan los porcentajes?) Estamos hablando de personas muriendo y que podrían ser nuestros familiares y ese solo hecho ya lo hace preocupante. En mi casa, yo soy asmático y pasé hospitalizado casi toda mi niñez sin excepción de año, y mi abuela es hipertensa. Tengo que cuidarme doble, en mi caso, de enfermarme yo y de enfermarla a ella. Mi hermana tiene ahora diez años (también es asmática), y no imagino que sería su vida con una nueva pérdida, porque a ciencia cierta no sabemos si, de contagiarnos, nos va a tratar bien o mal el virus. Me pregunto entonces, ¿vale la pena jugarle a la ruleta de la suerte?

Eventualmente nos podríamos contagiar, porque no somos inmunes. Pero tenemos en nuestras manos la oportunidad de minimizar las ocasiones de contagio, desinfectando las cosas que compramos en el supermercado, lavándonos las manos, usando mascarillas, no tocándonos la cara y, sobre todo, confiando en la ciencia. Ahorita es ella la que nos puede librar más rápidamente de la crisis, y este es un maravilloso regalo de Dios, un verdadero don: una comunidad de personas trabajando por y para la humanidad. Es el momento de frenar la desinformación, es el momento de leer más. En esta cuarentena, muy seguramente, nos vendría bien estudiar un poco de las ciencias básicas, y cómo éstas se pueden armonizar con el mensaje del Señor. Hago mías las palabras del Eclesiástico 38, 6: “Él también da a los hombres la ciencia, para que lo alaben por sus maravillas”. Es preciso no desinformar, sino informarse, de esta manera contribuiremos a la salud mental de muchas personas que por la situación ya están al borde del colapso y han acabado con sus vidas.

Sin embargo, esta prueba de Dios, también nos debe llevar a meditar en una gran verdad que muchas veces queremos omitir y que se nos fue recordada en la pasada Cuaresma: “recuerda que polvo eres y al polvo volverás” (Gén. 3, 19). Retomo una frase que escribí al principio: no imagino la vida de mi hermana con una nueva pérdida. Desde la perspectiva de los que quedamos es muy dolorosa la muerte. Nos hacen falta los abrazos y las palabras de las personas que se van y esto nos quiebra y nos hace llorar. En una situación de crisis, como la que estamos afrontando, donde podemos evitar muertes prematuras cuidándonos los unos a los otros, porque la solidaridad y el amor son la única forma de salir victoriosos de la prueba, debemos pensar en aquellos que están muriendo. Aquellos a quienes los médicos no pueden salvarle la vida. ¿Estarían estas personas preparadas para este momento? De seguro que no, ni ellos ni sus familiares. Decía que la muerte resulta más dolorosa para los que quedan, pero: ¿y el que muere? Tres destinos: Cielo, Purgatorio e Infierno. Por nuestra formación cristiana católica conocemos estas realidades, realidades que podrían tocarnos vivir porque no sabemos en qué momento vamos a morir. Tenemos un miedo a lo desconocido, a qué vamos a encontrar allá y es algo natural. Pero Dios tiene una respuesta para nosotros y nos indica lo que quiere de nosotros para alcanzarlo. ¿Y qué quiere que alcancemos? La vida eterna.

El evangelista Juan nos lo explica: “la vida eterna consiste en esto: que te conozcan a ti, único Dios Verdadero, y a Jesucristo, tu enviado” (Jn. 17,3). Si nuestra esperanza está puesta en Dios, si nos convertimos a Él y creemos en su Palabra (cf. Mc. 1,15), no tenemos nada que temer. Él mismo nos va a recibir, pues con su Resurrección ya nos abrió las puertas del Cielo y quiere hacernos partícipes de su festín. Esto en cuanto a prepararnos nosotros mismos para la muerte, pero: ¿y si un ser querido nuestro muere?

Los que quedamos lloramos, ¿y qué nos conforta? La misma promesa de Jesús y la confianza en su misericordia. No estamos listos para las pérdidas (¿y quién lo estaría?), pero ese es el ciclo de la vida que, al cumplirse, nos permite encontrarnos cara a cara con nuestro Padre del Cielo. Pero hay algo más que podemos hacer, y es rezar por las almas de nuestros seres queridos difuntos. La misma confianza en la misericordia de Dios nos lleva a elevarle súplicas por los difuntos (cf. 2 Mac. 12, 42-45), y estas mismas súplicas las podemos dirigir por las personas que están muriendo a causa de esta pandemia, por aquellos que mueren solos o en sus casas, por aquellos que han muerto porque los médicos no han podido salvarles la vida, personas cuyos familiares no han podido ir a ver a causa del confinamiento y muchos ni siquiera han tenido unas exequias ni sus familiares han podido ir a sus entierros. Si entendemos que el propósito de la cuarentena es no saturar los hospitales y dar tiempo a que el sistema responda oportunamente, y no solamente evitar contagios, nosotros también salvaremos vidas. Sin lugar a dudas, preferiríamos que nadie muera, pero la realidad se muestra distinta y, aunque le tengamos miedo a la muerte y queramos evitarla a toda costa, por ahora podemos ser héroes de las almas con esta sencilla obra de misericordia: orar por los vivos y los muertos. Esta frase me la he encontrado en Facebook: “orar por los tuyos es justicia, pero orar por los desconocidos es caridad”, hagámoslo. Dios es misericordioso y omnipotente y de seguro nos va a escuchar, porque de antemano sabe qué necesitamos.

Sé que es un tiempo difícil, pero también es un tiempo de esperanza, un tiempo para confiar en Dios, que nunca abandona a sus hijos a la suerte de lo que les toque. A los que estamos aquí, y seguiremos, nos queda confiar una vez más en Jesús, que mientras estuvo en la Tierra predicó: “Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida?” (Mt. 6,25-27).

¡Ánimo! ¡Dios te bendiga!

José Arcia Manoleskos.

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