No sé si les ha pasado, pero a mí me ha ocurrido en múltiples ocasiones durante esta cuarentena de que he sentido que a pesar de que amo a Jesús, amo la Iglesia y amor servir y transmitir la Buena Nueva… siento que me falta.
Decimos en formaciones, entre amigos y a manera de reflexión que nadie puede compartir lo que no tiene, o mejor dicho, nada puede compartir lo que no siente, lo cual se me estaba haciendo palpable más que nunca. Seguía en mis proyectos, en oración… pero sentía que algo faltaba. Esa alegría, ese ánimo, esas características simples que debemos tener los cristianos católicos de ser alegres en el evangelio se había tornado un reto bastante complicado que debía sacar adelante a pesar de las emociones encontradas y chocantes que me había regalado la cuarentena. Me frustraba, me estresaba, dejaba que los ánimos negativos me abofetearan con facilidad, porque de mi parte no había ningún sentido de lucha y sobre todo se hacía palpable al no sentirme como ese ejemplo, esa luz que se supone debemos ser para los demás con nuestro testimonio. Estaba allí… pasándola, solo trataba de sobrevivir cada día.
Este sentimiento lo tenía incluso 5 minutos antes de un #InstaLive en particular que a pesar de ser yo la que lo había concretado para dar un mensaje o evangelizar a otros, vendría a tocarme de forma muy personal y a devolverme muchos motivos de esperanza y vida que en este tiempo había perdido. Agotada por el trabajo y después de volver a un ritmo que tenía meses sin experimentar por estar 100% dedicada a mí y al proyecto, en definitiva no estaba manejando de la mejor forma tantas emociones y cambios.
Y aunque trabajar es justo y necesario, me sentía afectada emocionalmente al tener mi mente, mis ánimos y todo bastante ocupados en la rutina laboral y no en lo que me tenía apasionada y concentrada los últimos meses, es decir, este proyecto.
Incluso ya pasada la hora de trabajo o de la rutina, mi mente seguía atascada en los pendientes, lo que no hice bien y lo que me faltaba por aprender por ser una recién entrada a una empresa de la cual conocía poco y tocaba aprender mucho. Mi energía seguía allá y no lograba traerla al “live” para darle con todo el empeño que suelo ponerle.
Este “live”, que compartía con una amiga de la Universidad a quién tenía años sin ver me enseño o recordó lo siguiente:
- Escucharla, verla y sentir su alegría y paz…incluso a a través de una pantalla y unos significativos kilómetros de distancia entre países, fue justo la inyección que necesitaba para retomar el pensamiento que Jesús siempre nos tiene presente y que a veces olvidamos por dejarnos llevar por la vida: ser testigos, discípulos y misioneros, pero sobre todo buscar la santidad con alegría. Sus palabras fueron sencillas, es más, podía escuchar el mismo mensaje de parte de otra persona, sin embargo, su forma de decirlo no se trataba de un discurso bien estudiado, sino de la expresión viva de su sentir, de su alegría y de su amistad con Jesús.
- Ese “live” fue especial…y a la vez diferente. Era de los pocos cuyo carácter era de conversatorio y no de impartir conocimiento teológico como tal…quizás por el hecho de ser justo lo que necesitaba escuchar esa noche me tocó de una forma que no pensé antes de que iniciara.
No sólo tuve un reencuentro de amigas, sino que por medio de ella me reencontré con ese Jesús que mira con serenidad, con amor y que extiende su mano para abrazarte y acompañarte cuando estás feliz, pero también cuando estás desolado y perdido. Vivir el evangelio día a día es un reto, pero con Jesús y su Palabra, podemos afrontar los retos con ánimo, positivismo, esperanza y un corazón dispuesto.